Pasé la noche esperando a que
amaneciera el nuevo día. No me dormí hasta que el alba derramó sobre mi
ventana, cien tonos de gris. Rompió la tregua un oblicuo rayo sol y la voz de
mi madre que, con un beso, me despertaba.
─Despierta Manuel. Es la hora.
Con el cuerpo bien lavado y
duchado desde la noche anterior, mi madre procedió al ceremonial de revestirme con
aquél traje blanco. Recuerdo que todo era nuevo para mi: la ropa interior; los
pantalones; los tirantes; la camisa; los gemelos; los calcetines y zapatos... y
hasta unos guantes de piel de cabritillo. Todo de blanco, inmaculado, como la
Sagrada Forma que iba a recibir aquella misma mañana en mi colegio de los HH.
Maristas.
Pasé por el comedor de mi casa y allí
me esperaba la visión del árbol del paraíso: el ágape (bollos; dulces; tartas; chocolate...) Suculentamente preparado para celebrar el desayuno a nuestro regreso.
Mi hermana, tres años mayor, vigilaba
mis movimientos; más por ver si caía en la tentación de romper el obligado ayuno ─aunque solo fuera con un grano de azúcar─, que por impedir que lo
hiciera. Si rompía el ayuno, no podría comulgar y ya no sería el
"buen" protagonista del día. "Eva" lo intentó con toda clase de insinuaciones.
Hoy me he encontrado con esta fotografía,
sobre la que el tiempo se ha puesto amarillo, y en ella me veo: serio; solemne;
en el momento de renunciar a Satanás, a sus pompas y a sus obras...
Lejos estaba yo entonces de
sospechar que esa renuncia solo era el comienzo de muchas otras que vinieron
después.
Pero, ciertamente, aquella fue un hermosa mañana.osa mañana.