Para un niño de cinco
años, al que el súmmum de la capacidad de agua era la que cabía en el barreño
en el que su madre lo bañaba todos los domingos, aquella inmensidad era un problema de cálculo indescifrable: «¿Cuánta agua cabría en aquél enorme recipiente?»
El mar me acogió en su seno y abrazó mi cuerpo con anillos de cálida ternura. Jugué con sus olas navegando en bajeles piratas de blancas velas. Construí en su orilla castillos ─más
de aire que de arena─. Me descubrió sus entrañas y sus tesoros. Nos hicimos
amigos. Nos unimos para siempre.
Mi padre mandó construir la
casa.
Verano tras verano fui conquistando
un reino, y ensanché sus fronteras, a golpe de mandoble, con los pedales de mi
bicicleta. Pedalada a pedalada me alcanzó el verano del 59, y yo reiné
en mi playa al mismo tiempo que Bahamontes reinaba en París.
La máquina de discos del
Miramar vaciaba de monedas mis flacos bolsillos a la misma velocidad que las 45
r.p.m. de «Guarda che luna/ Guarda che mare.../» mientras que, mirando aquellas olas, deshojaba margaritas de
trenzas doradas y lazos azules que fueron tejiendo en mí, amores que nunca se
harán olvido.
Llegó el verano de la
pandilla: Chico y Chica. «Esta tarde toca guateque, y mañana cine».
Busqué y encontré la
belleza que había en las chicas que mis compañeros descartaban. Con Sofía
descubrí que, más allá de sus mil pecas, y una vez derribado el rictus de sus defensas,
se dibujaba en su rostro un alma hermosa y sensible. Que bajo su cabellera
pelirroja se dejaba entrever un prodigioso cerebro que la llevaría tan lejos
como ella quisiera ir.
Con Loli nunca pude
bailar un rocanrol ─los hierros de
sus piernas a duras penas le permitían bailar desacompasados boleros─, pero hallé
en ella la ternura de una niña mujer y aquella brillante lágrima, siempre dispuesta
en sus grandes ojos, que yo podía retener con tan sólo una sonrisa o
una palabra amable y cariñosa.
El tiempo me siguió ganando
y llegaron los 60. Con ellos, me otorgué una falsa patente para fumar, y que Mariano, el viejo camarero del Miramar, me sirviera un Cubalibre ─aunque me escatimaba la ginebra─, mientras que la psicodélica
máquina de discos hacía mi cuerpo vibrar con: «Cuando calienta el sol/ aquí en la playa...»,
El verano siguiente fue
el de las llaves de casa en el bolsillo y las noches en blanco y negro, en las
que, mirando al mar, filosofaba sobre lo divino y sobre lo humano, hasta que una
cortina de cien tonos azules se iba descorriendo y me insinuaba un nuevo
amanecer. Apuraba la vida con avaricia, consciente de que a partir de aquél
año, mis veranos ya no serían los mismos: dos meses y medio de vacaciones, mientras duró el
bachiller... ¡bien estuvo!; pero una carrera de ingeniería no me daría tanta tregua.
Me llegó el tiempo de
las Milicias Universitarias. Dos veranos en los que atesoré compañeros y acuñé experiencias;
pero me derrotó la ausencia de mi playa mientras, por la radio, suspiraba con: sapore di sale, sapore di mare...
Fue una noche
de aquél verano del 65. Las olas, con lenta pesadumbre, mesaban la playa deshilachando sobre ella sus finos encajes blancos. La luna, ingrávida, se
elevó sobre el horizonte mostrando su desnuda redondez y tiñendo de plata a las
misteriosas islas. A lo lejos, la vieja máquina de discos me recordaba que: il mondo gira, nello spazio senza fine...
Nos miramos
fijamente... Ya no anhelé más horizontes que la línea de sus párpados. Ni quise
contemplar otras lunas que no fuesen sus pupilas. Ni navegar por otro mar que
en el de sus ojos verdes. Ni ahogarme en otras aguas que no fuese la que
había entre su boca y la mía. Ni descubrir más islas que las de sus pechos. Ni
tenderme en otra playa que no fuese en la arena de su piel...
Sí, hoy recuerdo
a aquél niño de cinco años que no supo calcular cuánta agua cabía en aquél
enorme barreño.
Ahora, que ya soy mayor,
lo contemplo con cariño y aún ando con aquellos cálculos sin mayores progresos.
Pero aquél
día, aquella primera vez ─porque siempre hay una primera vez─, fue mi padre
quien me trajo y me mostró… el Mar Menor.
Pasé la noche esperando a que
amaneciera el nuevo día. No me dormí hasta que el alba derramó sobre mi
ventana, cien tonos de gris. Rompió la tregua un oblicuo rayo sol y la voz de
mi madre que, con un beso, me despertaba.
─Despierta Manuel. Es la hora.
Con el cuerpo bien lavado y
duchado desde la noche anterior, mi madre procedió al ceremonial de revestirme con
aquél traje blanco. Recuerdo que todo era nuevo para mi: la ropa interior; los
pantalones; los tirantes; la camisa; los gemelos; los calcetines y zapatos... y
hasta unos guantes de piel de cabritillo. Todo de blanco, inmaculado, como la
Sagrada Forma que iba a recibir aquella misma mañana en mi colegio de los HH.
Maristas.
Pasé por el comedor de mi casa y allí
me esperaba la visión del árbol del paraíso: el ágape (bollos; dulces; tartas; chocolate...) Suculentamente preparado para celebrar el desayuno a nuestro regreso.
Mi hermana, tres años mayor, vigilaba
mis movimientos; más por ver si caía en la tentación de romper el obligado ayuno ─aunque solo fuera con un grano de azúcar─, que por impedir que lo
hiciera. Si rompía el ayuno, no podría comulgar y ya no sería el
"buen" protagonista del día. "Eva" lo intentó con toda clase de insinuaciones.
Hoy me he encontrado con esta fotografía,
sobre la que el tiempo se ha puesto amarillo, y en ella me veo: serio; solemne;
en el momento de renunciar a Satanás, a sus pompas y a sus obras...
Lejos estaba yo entonces de
sospechar que esa renuncia solo era el comienzo de muchas otras que vinieron
después.
Pero, ciertamente, aquella fue un hermosa mañana.osa mañana.