UNA ESTRELLA FUGAZ

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Anoche fue la noche de las estrellas fugaces, la noche de las lágrimas de San Lorenzo, como me enseñó mi padre.

Anoche, desde mi terraza, escrutaba ansioso un cielo que con pertinaz ahínco me ocultaban unos celosos nubarrones más empeñados en mostrarme el tenebroso fragor de sus rayos que el amoroso y leve ocaso de una estrella. Yo solo quería poder ver a una de ellas y formularle un anhelo, un deseo, pero aquello parecía una misión imposible. Una vez más se confirmaba que nadie decide su propio destino, ni elige su historia, ni deja escritas sus últimas palabras, ni ve realizados todos sus legítimos sueños. Siempre hay acontecimientos que cuestionan el ideal e imponen una inesperada realidad.

Aguanté estoico la llovizna que me enviaron las celosas nubes y ya daba por terminada y vencida mi vigilia cuando de pronto, los nubarrones se relajaron dejando al descubierto un pequeño trozo de cielo y por allí aparecieron, iluminando su propia muerte, tres estrellas errantes que recibieron mis mensajes.

Anoche volví a comprender que si bien es cierto que uno no decide su propia historia, es más cierto aún, que hay días en que el cielo, con un guiño de complicidad, se compadece de nosotros y nos deja gustar solo un suspiro, una errática estela de felicidad, para que la podamos vivir y… seguir soñando.

Aprovechar esa leve y fugaz felicidad es vivir una gran parte de la felicidad misma.